Cuando los fenicios alcanzaron la península ibérica, aquella costa occidental les pareció remota y extraña. Sobre las lomas corrían pequeños animales que recordaban al shaphan de Oriente, el damán, y los comerciantes los nombraron con su palabra semítica: i-špʰanim, la tierra de los ’conejos’.
Cartago heredó el término y Roma lo transformó en Hispania. Los autores latinos hablaron entonces de una península cuniculosa, plagada de madrigueras. Siglos después, bajo Adriano, las monedas imperiales mostraron a Hispania como una mujer recostada con un conejo a sus pies. Así, un modesto animal quedó ligado para siempre al nombre de España.
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